sábado, 26 de enero de 2008

Capítulo 1: Quinta entrega

Sin mediar palabra me fui otra vez al despacho y dejé el libro junto a mi chaqueta y la tartera. Estaba verdaderamente ansioso por terminar la jornada y llegar a casa para comenzar la lectura de aquel libro. La tarde se hizo eterna y una vez finalizada salí del taller prácticamente sin despedirme de nadie. Poco menos que volaba por las calles de Berlín camino de mi casa para encerrarme a leer. Llegué a casa y casi ni cené con las prisas de comenzar a leer el libro que Herrman me había dejado. Di las buenas noches a mi familia cuando aún no daban ni las nueve en el reloj. Me metí en la habitación y cogí el libro, ni tan siquiera me puse el pijama, lo único que hice fue quitarme la camisa, y los zapatos. Comencé la lectura y no la dejé hasta que terminé la última palabra de la última página. Me habían sobrecogido aquellas ideas revolucionarias, aquellas palabras incendiarias prendieron mi alma y me dieron ganas de salir a reclamar tierra y libertad. Comprendí muchísimas actitudes beligerantes de la iglesia que antes no entendía o que simplemente pensaba que así debía hacerse porque esa era la ley que Dios había marcado. Mi familia era cristiana pero no practicante, y por mi lado yo siempre me había cuestionado los planteamientos de la Iglesia. Lo que me había planteado menos veces era la no existencia de Dios. Pero las palabras de ese ruso, me hicieron cuestionármelo con más fuerza, y me hicieron recordar unas palabras de mi profesor de Filosofía. “Los razonamientos que esconden mayor falsedad, son aquellos que a la vez son indemostrables e irrefutables”. Eso era Dios, nadie podía demostrar su existencia, pero tampoco nadie podía demostrar lo contrario. Me daba la impresión de haber adquirido más conocimiento en esa noche en vela que en los dieciséis años anteriores. Dejé el libro en la mesita de mi habitación y me dispuse a dormir, pero no pasaron ni cinco minutos, que mi madre entro en la alcoba y abrió las cortinas desoyendo mis quejas. Era la hora de levantarse, debía ir a la escuela. No podía con mis ojos, pero mi madre no se apiadó de mí y me levantó tirándome del brazo derecho. A duras penas llegué al colegio, y también a duras penas aguanté los castigos de mis profesores por dormirme en clase mientras ellos daban sus explicaciones. Lo único que yo quería era que pasase la mañana y que llegara la hora de ir a la carpintería. Me invadía la ansiedad pensando en la cantidad de preguntas que le tenía que hacer a Herrman, al que en ese momento veía como a un ídolo prácticamente

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